octubre 31, 2006

Olores que matan

No hay sentido como el del olfato para trastornarle a uno el coco y llevarlo de regreso a lugares y tiempos lejanos pero familiares.
cervelas.jpg Acabo de estar en el país de la Fondue, visitando a mis hermanos. En mi infancia y adolescencia, épocas que verdaderamente cuentan a la hora de dejar huellas, estuve en tres oportunidades distintas en Suiza, país en el que nací, pero que llegó a formar parte de mi identidad, a raiz de aquellas dichosas vacaciones. Las primeras temporadas, a los 6 y a los 11 años, fueron cortas, de menos de 2 meses cada una. Para la última, de 10 meses, ya yo salía de la adolescencia.

Si bien las experiencias de todas esas estadías fueron fundamentales para mí, aquellas primeras y más efímeras temporadas dejaron una huella indeleble en un área primitiva, reptiliana acaso, de mi psique. Muchos de mis recuerdos de aquellas dos vacaciones tienen que ver más con sensaciones y emociones que con anécdotas o historias vividas. Es más, muchísimas se relacionan con el olfato.

Reconocer, en alguna parte, aunque sea muy brevemente, el olor de la casa de mi abuela, es un verdadero viaje en el tiempo. Supongo que ese olor no tiene nada de extraordinario: la feliz combinación de algún producto de limpieza, el perfume de mi abuela y una misteriosa secuencia de especias en la alacena. Sin embargo, durante muchos años, ese aroma banal pero único me traía lágrimas a los ojos y una discreta sonrisa a la boca, cuando me entraba por la nariz.

Muy de vez en cuando, tengo la oportunidad de recordar una visita que con mi abuela hicimos a una iglesia. Recuerdo la fuerte y deliciosa emanación que provenía de unas grandes cubetas llenas de cera y miel, en las que, sumergiendo repetidas veces un hilo de cáñamo, íbamos formando unas velas. Las dichosas velas volvieron conmigo a Guatemala, específicamente a la sala de nuestra casa. Y allí reprodujeron aquella atmósfera, mientras duraron.

Hay olores que para muchos serían desagradables, y que para mí, por lo contrario, pueden evocar sensaciones maravillosas. Cuando uno camina por el campo en Suiza (y es un país muy rural, así que sucede a menudo), es usual que el campesino esté abonando la tierra con el fertilizante más comúnmente usado allá: una mezcla a base, creo, de estiércol de ganado y compost. Pues la reacción de la gente a la que le comento el efecto que produce en mí aquél olor oscila de la risa a la incredulidad, pasando por el franco asco. Yo no puedo evitarlo: aquello me encanta. Mi esposa, psicóloga, dirá que alguna parafilia tenía yo que tener.

Muchas comidas helvéticas pasaron a formar parte de mi (digamos) acervo gastronómico. Guardo un recuerdo particularmente agradable y nostálgico de las salchichas, las Cervelas, las Bratwurst. Recuerdo caminar algún domingo con mi tío Freddy (un personaje que merece un artículo completo), por alguna calle. Ir de un puesto de salchichas a otro. Decidirse por la Cervela, ¿o por la Bratwurst? Sostener el pan con la Bratwurst dentro, en una mano, y un plato con mostaza en la otra. Seguir caminando. Esperar, observando la salchicha detenidamente, expectante, a que se enfriara lo suficiente para meterle una mordida. Olerla, comérsela con la nariz, mientras no se podía con la boca. Luego, cuando se hacía finalmente disponible, vacilar entre comerla con mostaza o sin mostaza. Poco a poco, verla consumirse, hasta despedirse de ella con un último bocado. Pensar, con la cabeza, que ahora quisiera una Cervela, para comparar. Sentir, con la panza, que sería una tontería.

Como si nada, hace ya un mes que regresé de visitar a mis hermanos. Estaba viendo las fotos que tomamos, y me topé con ésta. Christian y yo pegándonos una grande de Cervelas y Bratwursts. No sé si se alcance a ver, pero allí mismo está la expresión del recuerdo de infancia en mi rostro. La mayoría, la gran mayoría de mis recuerdos de Suiza son muy agradables.

Christian está viviendo desde hace unos meses en Suiza. Le está costando. (Él y yo no nos comunicamos mucho. No tocamos temas muy personales. Nunca aprendí a intimar, y el nunca aprendió a ser muy expresivo, conmigo, por lo menos. Así que no sé realmente lo que pueda estar viviendo.) Sé, sin embargo, que está ahora mismo construyendo algunos de los recuerdos que le van a sacudir el coco más tarde. Está construyéndose, creando su identidad. Se está conociendo, está aprendiendo a conocer el mundo, está saliendo de la madriguera, y asi, se está construyendo.

Así como me sucedió a mí, es posible que Suiza no sea, finalmente, el lugar donde Christian quiera, o deba, vivir. Espero, sin embargo, que lo que viva estos meses se logre constituir en recursos que pueda usar más tarde, aunque solo sean éstos olores que le evoquen tiempos felices.
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octubre 28, 2006

¿Habrase visto cosa más bella?

Lo cierto es que tengo suerte. Lugares comunes aparte (y ya subiré otro parcito), nada hace relucir a la mujer hermosa que me hace vivir, como la ciudad más bella del mundo. Me disfruté Paris, cómo no. Me lo disfruté de la misma forma en que uno se deleita con el "decor" que sirve de fondo a una historia de amor.
Carmen Lucía, creo que lo sabe menos de lo que yo quisiera, es la luz de mis días. Encuentro sosiego en mis viajes cuando está conmigo. Me detengo, respiro, contemplo, río, porque ella me ve, porque me escucha, porque está a la par.
Que siempre lo esté, seguir yo con mi suerte, es lo que espero, es lo que pido, si se puede.
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