enero 07, 2007

Librería Hispanoamericana de París dice adiós a sus clientes


Leo el titular siguiente:

y me asalta toda una serie de reacciones internas. Me imagino que me vi reflejado en la situación de esta mítica librería de 60 años. (Pretenciosísimo de mi parte, cuando acabamos de cumplir ocho años.)

Hace un par de posts, recordaba la tarde que Carmen Lucía y yo pasamos con Marlon Meza Teni. Después de un almuerzo hindú, caminamos por el distrito VI. Entre una y otra anécdota folclórica, Marlon ya nos había hablado, mientras comíamos, de la famosa Librería Hispanoamericana. Como se lo pedí, nos llevó, orgulloso, a conocerla.

Como muchas otras librerías especializadas en Paris, la Hispanoamericana está escondida en una callecita de aquel famoso distrito. La caminata hasta allí es placentera y el encuentro con la librería, inconspícua pero encantadora, inesperado.

Trato de imaginar lo que debe significar para un guatemalteco como Marlon, para un latinoamericano en general pero particularmente un escritor latinoamericano viviendo en París, entrar en una librería como ésta y respirar español. Ver español por todos lados, en los rótulos de las libreras, en los lomos de los libros, en las portadas de los volúmenes colocados en el escaparate. Oir hablar español entre los clientes, preguntarle en español al librero. Oirle ontestar inteligentemente… en español.

Debe ser como regresar a casa, por un ratito. Debe dar orgullo pertenecer a ese grupo de nombres que duermen en las libreras, tener una lengua en común con ellos, compartir la pretensión al oficio de escritor.

Lo intuyo por cómo me sentí al ver en la librera nombres como Javier Mosquera, Ronald Flores, Javier Payeras, Rodrigo Rey Rosa, Eduardo Halfon, Gerardo Guinea. No sé si vi a otros guatemaltecos en las libreras, pero sé que los vi a todos en mi mente, allí. Me sentí orgulloso por todos ellos. Me sentí orgulloso de conocerlos, y de saberlos, del otro lado del mundo, a la par de nombres tan grandes que sería necio nombrar.

Me sentí, además, agradecido con la responsable de esa hospitalidad que recibían mis compatriotas. Quise presentarme, pero no lo hice.

Se puede ser muy idiota, aunque normalmente uno no sea tan idiota. Mientras, no muy lejos, Michelle Pochard, la responsable (presumo que se traba de ella) conversaba con otra persona, yo, en un arranque de estupidez, le comenté a Marlon lo altos que me parecían los precios. Ella seguramente escuchó y, cambiándose al español, comentó algo sobre precios con su interlocutora. Claramente me quería dejar claro que me había escuchado, que me había entendido y que le había parecido yo un tipo de una impertinencia colosal.

Supe, en ese mismo momento, que no sólo había sido insensible al hacer mi comentario sino que, peor aun, había sido insensato, ingenuo y hasta desleal con mi colega. Hago un pequeño paréntesis para explicar la magnitud y temeridad de mi ingenuidad, tratando de expresar lo que estoy seguro que, haciendo gala de una enorme paciencia y generosidad, la señora Pochard hubiera querido decirme:

"Vea, usted compara los precios de estos libros acá, con los de los mismos libros en su casa. Aunque no se merezca usted la réplica, voy a enumerarle las razones por las que es absolutamente normal que los precios acá, sean superiores a los precios allá.

Los libros no viajan ni solos ni gratis de Guatemala a Francia. Si yo quisiera comprarle a cada editorial guatemalteca que usted ve acá una cantidad suficiente de libros para que el flete sea, digamos, como máximo, un 30% del valor de los libros, necesitaría pedir tantos libros que tardaría 30 años en venderlos, al ritmo al que los vendo. Recurro, entonces, a un distribuidor. Sin embargo, para un país tan pequeño como el suyo, no tiene sentido que yo me desplace hasta allá, para estar al tanto de lo que produce el pequeño mercado editorial guatemalteco. El distribuidor debe encontrarse conmigo en una de las ferias a las que asisto en Europa, que es probablemente la única a la que él puede darse el lujo de asistir. Resulta que Raúl Figueroa (el distribuidor), hace un colosal esfuerzo para ir a esa Feria. Su editorial es muy pequeña, por lo que necesita llevar fondos de sus colegas guatemaltecos si quiere que nosotros, los compradores, estemos interesados en ver el suyo. Los descuentos que obtiene de sus colegas, son, sin embargo, pequeños, por lo que debe vender los libros (propios y ajenos) a precios altos, además de correr el riesgo de no venderlos en la feria y tener que pagar el flete de regreso. Por los fletes, y por el esfuerzo que hace y riesgo que asume Raúl, estos libros me llegan entonces a un precio muy superior al precio guatemalteco. A éste le sumo el flete de Madrid a Paris. Neto, entonces, el libro me cuesta a mí más que a usted, lector guatemalteco. Súmele, ahora, la porción de la renta (en el distrito VI de la Ciudad-Luz, recuérdelo), electricidad, sueldos, y otros gastos fijos, que cada libro debe absorber, y la ganania que (optimistas incurables que somos los libreros), esperamos sacar de su venta, y obtendrá, seguramente, un valor igual o, más probablemente superior, al que está usted viendo en esa etiqueta. Además, recuerde que compro en firme y que me tengo que tragar mis errores de selección. Note usted, por otro lado, que no le cobramos la generosidad que tenemos de arriesgarnos a comprar libros de autores (importantes quizás en Guatemala pero, hasta que no se pruebe lo contrario, absolutamente insignificantes en París) que estarían, estoy segura, dispuestos a regalarnos sus libros con tal de que los lectores parisinos los leyesen.

Me sentí tan mal de haber merecido semejante discurso, particularmente porque yo lo repito en mi interior cada vez que un irreflexivo gringo (estadounidense, francés, español, italiano, da lo mismo) insinúa que los libros en Guatemala son muy caros, que descarté la posibilidad de presentarme, para no abochornarme más de lo que ya estaba.

La Librería Hispanoamericana en París tenía, estoy seguro de esto como si yo mismo hubiese manejado el negocio, una estructura de precios, como mínimo, correcta. No creo que hayan cobrado un solo euro más de lo absolutamente necesario por cada libro que tenían allí a la venta. Sospecho por la selección de los títulos, la disposición de las libreras, y las breves conversaciones de pasillo que alcancé a escuchar, que la responsable de la librería tenía la suficiente competencia y experiencia para manejarla. Se respiraba en el lugar pasión y alma, elementos tan importantes y fáciles de percibir como son difíciles de definir.

En uno de los mejores barrios de París, la librería no podía estar mejor situada, aunque puede haber estado demasiado bien situada: la especulación urbana contribuyó seguramente a su fracaso. ¿Puede haber contribuido también su excesiva especialización? Es posible. La cercanía de España y las posibilidad de ventas por Internet desde allí me parecen otros factores que, forzosamente, afectarían más a una Librería Hispanoamericana que, por ejemplo, a una Librería de Extremo Oriente.

No tengo los elementos para hacer un estudio de caso, y no sé si serviría de algo hacerlo ya que no hay dos casos iguales, pero, aprovecho para hacer un par de reflexiones sobre el oficio.

Con la llegada y paulatina hegemonía de las grandes superficies, de las grandes librerías generalistas (de auto-servicio), o a pesar de ella, siempre he creido que habrá un lugar, y un lugar potencialmente interesante, para los libreros pequeños y medianos, para los independientes, para los de oficio, vocación y pasión. Creo compartir esa esperanza con muchos colegas, pero creo también que pasamos demasiado tiempo hablando de lo que nos hace mejores, indispensables, inmortales casi, y muy poco pensando nuestro futuro.

El cierre de la Librería Hispanoamericana, como tantos otros, nos duele, porque desmiente nuestra esperanza. Este cierre, como todos los otros (pienso en El Pensativo hace poco, pienso en nuestras sucursales hoy cerradas), debería recordarnos que, por paradójico que parezca, los libreros tradicionales debemos, más que nadie en el gremio, estar alerta, cambiar, escuchar, anticipar, trabajar, innovar, observar, aprender.

Muchos libreros se quejan del Internet y de sus amenazas para la industria editorial. Nadie debería estar más al tanto de lo que sucede con Internet que quien cree peligrar con él. Muchos libreros se quejan de las grandes superficies y sus estrategias. Sólo los gerentes de las grandes superficies pueden darse el lujo de ser menos ordenados, técnicos, metódicos, calculadores y previsores en el manejo de su negocio que nosotros los pequeños y medianos libreros.

Suficiente moral, estamos de luto. (El requiem elocuente de Maurice Echeverría cuando cerró El Pensativo me parece oportuno.)

De vuelta en París, imagino a Marlon Meza Teni con las manos cruzadas en la espalda, recorriendo las calles cual Peter Stillman en el Nueva York de Paul Auster. Su misión, sin embargo, es más difícil: con sus pasos deberá escribir Librería Hispanoamericana.

Quien haya andado a pie en París sabrá por la arquitectura de sus calles que Marlon caminará penando muchos años antes de lograrlo.


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