diciembre 23, 2006

El embriagante perfume de la lluvia que nos regresa la tierra








"Uno tras otro, los pájaros callaron y las niñeras tiraron de los niños que azotaban el aire con su pala. Pronto fui el único que miraba los nubarrones de tinta que venían a estrellarse ahora en los tejados entre el solemne murmullo del viento. De pronto, en ese instante que precede al primer trueno y en el que todo parece atento al fragor inicial, me vi como apartado de mí mismo y a merced de una muchedumbre invisible. Innumerables pensamientos me invadieron como se abate la ola sobre la grava, con una especie de ternura violenta. El alma de una ciudad entera desfilaba entre los gritos, los lamentos y las risas de la tempestad que se alzaba por encima de mí, y mi corazón se puso a latir al unísono con aquel gran alborozo repleto de furia y sobresalto. Habríase dicho que al sordo estruendo del cielo respondía una voz lejana surgida de las profundidades del tiempo. Escuché, inmóvil, y después un largo dardo de fuego recorrió el cielo de un extremo al otro, y entre el estrépito que siguió casi inmediatamente, la lluvia azotó el viejo jardín.
Oí con arrebato esa reverberación múltiple de resonancias ahogadas y tan acordes con la melancolía de los recuerdos antiguos; y enseguida ascendió del suelo, haciéndome volver en mí, con esa inmensa bendición del universo que todos experimentamos en algún momento de nuestra vida, el olor más exquisito de cuantos hay en el mundo, a un tiempo el más joven y el más inmemorial, el más tenebroso y el más inocente, el más próximo de los comienzos del globo y el más nuevo, el que suscita en el corazón del hombre más tristeza y mayor ventura, el perfume de la tierra mojada."

Sé que nunca he leído, y creo que nunca leeré, un pasaje que defina como este lo que produce en mí el olor a tierra mojada. La reacción de mi cuerpo es profunda, visceral, primitiva. Sale, por supuesto, de Paris, de Julien Green.

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