mayo 07, 2007

Introducción a la cultura japonesa, de Hisayasu Nakagawa

Introducción a la cultura japonesa, de Hisayasu Nakagawa.

Desde mi adolescencia, las culturas orientales, y la japonesa muy particularmente, han ejercido sobre mí una extraña fascinación. El Señor Myagi de la película Karate Kid me cautivó. Durante una época de mi adolescencia, la fiebre de los palillos chinos me contagió hasta el punto que no comía nada, ni el cereal de la mañana, sin ellos. La práctica del bonsái fue, por supuesto, una temprana ilusión, que nunca me dejó. Hace algunos años empecé finalmente a intentarla. Shogún, de James Clavell, que leí a los 17 sigue siendo una de mis lecturas más memorables. Recientemente, me he interesado por el Haiku. La pintura japonesa suele conmoverme, cosa que muy raramente me sucede con otras.

A pesar de esto, mi relación con la cultura japonesa siempre ha sido la de un admirador excluido. Siempre he creído que cualquier intento de abordarla, con el ánimo de adoptarla, sería inútil. Es quizás precisamente esa lejanía, esa imposibilidad de aprehenderla por completo, la que alimenta mi interés por ella.

En el catálogo de la joven, pequeña y cuidadosamente cultivada editorial Melusina, encontramos, en su colección melusina [sic], una reunión de ensayos breves titulados Introducción a la cultura japonesa, del japonés Hisayasu Nakagawa.

Quizás lo más sobresaliente de estos ensayos sea que fueron escritos en francés, para un público francés, por un doctor en literatura francesa, especialista nada menos que en Diderot. Todo esto, y japonés. No un francés de origen japonés, ni un japonés afrancesado. Un japonés de plein titre, interesado, mucho si se quiere, por la cultura francesa, pero japonés al fin.

Lo que me interesa de esta originalidad es que tenemos derecho a un tour guiado por Japón y su cultura, con un conductor que los entiende como propios que le son, que nos los explica en términos que nos son familiares a nosotros occidentales, y que no cae en ninguna de las dos trampas fáciles: no cree que su cultura sea superior a otras, por querida que le sea, con lo que nos evitamos subjetivos juicios de valor, ni se ha “pasado al bando francés”, con lo que no corremos el riesgo de toparnos con los folclorismos que cabría esperar de un “informante nativo” (que Ronald Flores me permita usurpar con cierta malicia el título de su reciente novela).

En el primer ensayo, a partir de una comparación de los anuncios en inglés y en japonés con los que la tripulación de Japan Airlines explica a los pasajeros el atraso causado por una huelga de controladores en Londres, Nakagawa explica la profunda diferencia de la concepción de sujeto y del lugar del individuo, en la mente europea y en la japonesa.

En el segundo, el autor explica cómo las convenciones sociales japonesas, profundamente arraigadas en él, le impidieron, durante años, hacer una lectura completa de una obra de teatro francesa. Por otro lado, estas mismas convenciones le permitieron hacer una lectura nueva e inédita, de la misma.

Más adelante, entendemos cómo es que un japonés puede ser budista, sintoísta, y estrictamente ateo a la vez y sin ningún conflicto interno. Se aborda también la muerte y su concepción y papel en Occidente y en Japón. Luego, un interesantísimo desvío para analizar un texto psicoanalítico japonés. Tirar sin apuntar es el título el octavo ensayo, mientras que el noveno y el décimo parten del Panóptico de Bentham, y explican porqué dicho ensayo tuvo tanta influencia en Japón y cómo esta influencia es un reflejo del profundo cambio social que acaeció en Japón al dejar atrás el shogunato y empezar su modernización.

Finalmente, termina el libro con dos ensayos exquisitos. Ambos tratan de arte. El penúltimo explora la dimensión política del arte japonés, y nos explica cómo el concepto de arte puro (música sola, pintura sola, literatura sola) europeo es reemplazado en Japón por artes heterogéneos, yuxtapuestos armoniosamente, conviviendo (como muchas cosas en Japón) en la pluralidad. El último se titula “el desnudo al desnudo y el desnudo escondido”. El tema se aborda con maestría. Es, sin lugar a dudas, el mejor ensayo del libro. De hecho, en él, Nakagawa parece traicionar la objetividad a la que nos ha acostumbrado: prefiere claramente el arte japonés. Al terminar el ensayo, el lector, con seguridad, también.

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